El segundo plan que redactamos fue el de l’Arboç. En este caso, el trabajo fue una oportunidad para repensar el futuro de una población a partir de la reinterpretación de su pasado. La redacción del Plan podía ser una buena ocasión para averiguar por qué su esplendor pasado no tenía continuidad en el presente, y para preguntarse como debía afrontar su futuro. Esta pequeña villa era una población con una dinámica urbana muy reducida en aquel momento, aunque había tenido un pasado relativamente floreciente.
Había sido “calle” de Barcelona, casa de indianos ricos, sede de escuelas religiosas, la estación ferroviaria de la comarca interior y sede de la mayor industria de la comarca. Las dudas se trasladaron a cómo debía ser el plan. Si el objetivo era situar –en la medida de lo posible– la villa en el mapa de pequeñas ciudades de Cataluña, la cuestión era si la ordenación urbanística debía pasar por las mismas etapas que habían pasado aquellas ciudades o si debía enfrentarse directamente con las formas de ordenación y crecimiento del urbanismo contemporáneo.
El Plan General optó finalmente por un documento más propio de un plan de ensanche que de extensión contemporánea; por un plan especialmente preocupado por el buen trazo de las vías, la posición central de los equipamientos y el uso de las futuras variantes como andaderas para articular la ciudad con el territorio envolvente. En definitiva, por una forma de planeamiento que tenía más deudas con las formas decimonónicas del urbanismo que con las contemporáneas. Se pensaba que ésta era la mejor manera de crecer, ganar dimensión urbana y arropar un núcleo histórico que desaparecería si se optaba por un desarrollo por yuxtaposición de paquetes urbanos sin ninguna relación.