La revisión del plan se presentó como un trabajo de arqueología urbana y territorial, en el que estudiar y proteger tanto el conglomerado edificado como el espacio rural. Por la forma como se trabajó y por las diferencias que planteaba con respecto a todo lo que se había hecho anteriormente, el plan de Alcañiz fue un trabajo artesanal. Se intentaba, sobre todo, preservar sus valores paisajísticos y de ciudad monumento, porque este era el único patrimonio colectivo que podía servir para recuperarse y construir un futuro diferente.
En el núcleo, lo primordial era cuidar la forma y la estructura de espacios que se encadenaban desde el río hasta la plaza mayor de la ciudad –encaramada en el punto más alto–, la composición de sus barrios, la construcción y la condición tridimensional de la ciudad y todos los problemas que de ello se derivaban. Del territorio, interesaba la inmensidad del espacio, su fuerza y el acento paisajístico que introducían los cabezos, la lógica del regadío y el contrapunto del secano.
Alcañiz, que contaba con 12.421 habitantes en 1988, era una ciudad monumento situada encima de un “cabezo” de considerables dimensiones, en el centro de un enorme meandro que dibuja el río Guadalorce. Esta ciudad, enclavada en el cruce de los caminos de Zaragoza hacia Teruel y Morella y en una posición de charnela entre el Maestrazgo y el margen derecho del valle del Ebro, se encontraba en un proceso de claro declive. El Plan supuso una magnífica oportunidad para poner en práctica todo el conjunto de técnicas y métodos de estudio del paisaje que se habían iniciado con anterioridad.